La
vida en la morería de Elche, Ils.
A menudo pasaba el
calor de la tarde en el alfar de mi tío Yakub; entre sus muros de
tierra y yeso reinaba la sombra y la conversación pausada. Solía
acudir algún vecino, amigo de mi tío, y ellos charlaban mientras el
torno giraba, con el sonido cercano de la acequia. Mi primo Ahmad
ayudaba decorando algún cacharro ya terminado. Y con Qasim el
aprendiz, un niño de mi edad que pisaba el barro y pegaba las asas a
las jarras, entreteníamos las horas hablando de nuestras cosas.
Yakub, alfarero de Ils.
En el alfar de Elche
El alfar estaba al borde
del camino principal, rodeado de huertas, allí donde discurría el
agua.
Al oscurecer refrescaba
un poco, entonces recogíamos los cacharros que se habían secado al
sol y los protegíamos de la humedad de la noche. Luego, salíamos a
pasear hasta la hora de cenar.
En los callejones de los
artesanos iban cerrando los talleres: saludábamos uno tras otro a
los que se disponían a acudir a la plaza, a ver a los amigos. En esa
hora del atardecer todo se animaba, y se formaban corrillos de
hombres con ganas de disfrutar de la charla, recostados junto a las
tapias, o en una casa donde un sirviente preparaba el te verde.
El más viejo de todos
los artesanos era el cordelero, que tenía manos como sarmientos. El
más charlatán, el talabartero. El olor del cuero impregnaba la
callejuela.
Otros eran maestros del telar vertical, manejando la
urdimbre entre lanas de coloras con calma. Se decía que los tapices
y alfombras de Elche eran los más bellos de Al Andalus.
Las niñas,
al terminar su recitación en la madrasa, dedicaban unas horas cada
día a trabajar en los telares de seda, el tejido más preciado, por
tener las manos pequeñas y gran habilidad en los dedos.
También un
alarife había montado un tallercito de celosías, talladas en yeso,
y tenía también varios niños como aprendices, que arañaban con
gubias los dibujos primorosos del maestro.
Los caminos entre los
huertos de palmeras se llenaban de campesinos que volvían con las
últimas luces. Unos sobre su asno, cargados de verduras, otros a
pie, a veces en pequeños grupos, contentos del trabajo terminado.
Los niños salían a
recibirlos, los saludaban por sus nombres, mientras jugaban con el
agua de las acequias. También las vecinas, dejando los patios,
salían a la puerta de las casas y comentaban los sucesos del día. A
esa hora el aire se llenaba de aromas vegetales, el calor se iba
disipando y se hacía el silencio.
Fueron años felices
vagando por los rincones de mi Elche, ciudad espléndida para mis
ojos.
Envuelta en la frondosidad de millares de palmeras, delicia de
los mirlos, y atravesada por el río de agua limpia y salobre, era un
contraste hermoso entre la aridez luminosa de sus sierras, llenas de
bellos rincones, y el paraíso de sus huertos, donde bajo las
palmeras crecía el aromático limonero, el granado y un sinfín de
frutas, verduras y flores, que bebían el agua que corría por un sin
número de azarbes. Decían los viejos que Ils estaba bien
guarnecida, con su fortaleza junto al río, sus murallas, sus puertas
y, más al norte, un puesto de vigía a cada lado del río.
De entre mis paisanos
destacaba por su sabiduría un viejo sencillo, llamado Umar, que
elaboraba jabones, cera, colas de resina, y muchos afeites. Sus
padres y abuelos habían hecho ese trabajo desde muchas generaciones,
en la misma casucha junto al cauce del río. Contaba historias a
quien quisiera oírlas, de tiempos antiguos, de rumíes y godos, de
ruinas y leyendas. Decía descender de moros de Murcia.
Cada día, al salir el
sol, los campesinos volvían a sus tierras. Las más alejadas,
tierras de cebada y algo de trigo, de olivos, de algarrobos y
almendros. Las más cercanas, de huerta y frutales. Del camino que va
a al Muwalladin, que pasa junto al alfar de mi tío, a los que van a
Orihuela pasando por Tall-al-Jattab, o a Luqant, con su Puerta
Hermosa junto a la Calahorra, o a Santa Bulla, junto al mar, se ven
salir ganados de ovejas y cabras, mujeres a lomos de borriquillas y
cuadrillas de hombres que pasarán el día trabajando en el campo y
volverán al anochecer a sus casas.
El mercado se agita con
el ir y venir de los vendedores de legumbres, verduras y fruta,
instalando sus puestos. Los comerciantes tienen sus tiendas y abren
más tarde: al mercado de Ils vienen de toda la comarca a comprar
tejidos, alfarería, especias, y muchas cosas más. Los guardias del
caid vigilan las puertas, y los del almotacén los puestos de venta.
Los niños vamos del
mercado a las calles más transitadas, del patio de uno al de otro,
por juntarnos. Cada día es una sorpresa: correr maderas en la
acequia, bañarse en el río, cazar pájaros, asomarnos a los
talleres, observar a los viajeros importantes que entran por las
puertas de la muralla a caballo...
Cuando el sol está alto,
mientras los ancianos sestean junto a los muros, subimos a jugar a
los tejados, curioseamos a los grupos de hombres que comentan
cualquier novedad en las plazas o junto al castillo.
Otras veces
buscamos dátiles maduros en los huertos, o almendras, o molestamos
al aguador.
Vamos hasta la noria, o al partidor del agua, donde se
lava la ropa, a jugar o a bañarnos. Pero ir a los baños no se nos
permite. Tampoco faltar a las lecciones en la madrasa, ni llegar
tarde a comer.
Después de la siesta, me
gusta volver al alfar. Allí puedo encontrarme otra vez con mi primo
Ahmad y con Qasim, el aprendiz. Al caer la tarde, volverán a pasar
por el camino que viene desde las ruinas del despoblado encantado de
los rumíes, los campesinos, los ganados,... y esperar una vez más
la noche cargada del aroma del jazmín.
Absolutamente genial. He disfrutado tanto leyéndolo. Imagino que las fotos son muchas de Marruecos,Tan parecidos a nosotros . Es una belleza. Comparto en FB.
ResponderEliminarGracias, eres una Sol
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